En el rostro del inmigrante
Por José Juan Zapata

A punto de abordar un tren, camino en la estación de Retiro y contemplo las viejas estructuras de hierro de sus andenes, vestigios de un pasado monumental. El mismo fervor de privatizaciones de los años noventa que acabó con el esplendor del ferrocarril argentino, también terminó con el tren de pasajeros en México. La última vez que subí a un vagón de ferrocarril tenía quizá cinco o seis años. El hecho de volver a pisar un tren era un acto de hondas resonancias para mí. Había cercanía, pero también lejanía en el espacio y en el tiempo. Un tren en el sur, muy al sur, para recordar un pasado entrañable en el norte.
De mi infancia queda, guardado en un un librero en una casa de Torreón, un álbum fotográfico de pastas azules, lleno de fotos antiguas, amarillentas, donde aparecen mis padres -tan jóvenes como los recuerdo siempre- y yo -tan pequeño como no volveré a ser nunca-. Hay también tarjetas de felicitación, un pequeño almanaque del año 1984 y un curioso árbol genealógico que llenaron mis padres a mano.
Quería escribir algo sobre lo que representaba ser inmigrante en Argentina, como lo soy ahora. Pero por más que pienso, no puedo sino volver al pasado, a indagar así sea por unas líneas lo que significa venir de una pequeña ciudad del norte de México llamada Torreón.